Considero que, muchas veces resulta más fácil juzgar porque no se ha vivido lo suficiente; en la comodidad de lo rutinario exploramos lo mismo bajo la misma luz; subimos y bajamos las mismas escaleras y el sol se esconde detrás de la misma montaña a la misma hora todos los días del año; las paredes nos observan ir a dormir, tener sexo, llorar y las ventanas se abren de par en par con la esperanza de que el aire que entra nos permita tener más oxígeno para procesar mejor lo que nos cuesta dejar ir. Todo está en el mismo lugar y a la vez no. Debajo del mismo techo que alguna vez nos vio consolarnos a nosotras mismas en silencio, de pronto, así como si nada hubiera pasado, todo sucedió: Nos titulamos, obtuvimos el empleo, iniciamos y terminamos relaciones, las amistades terminaron y otras comenzaron; las ventanas ya saben que el oxígeno está de más porque incluso el llanto más profundo no te ahogó, al contrario, te enseñó a permanecer a flote.
Pienso que hay partes de nuestra historia que si habláramos en voz alta y dejaran de ser secretas, el mundo nos odiaría: Nos convertiríamos en villanas, en todo lo que habíamos prometido no ser o destruir; comenzamos a cometer los errores que juramos que jamás cometeríamos y desobedecimos las reglas que siempre lamentamos que otras personas no respetaran. Todo mundo tenemos momentos que guardamos en lo más recóndito de nuestro ser y evitamos, a toda costa, volver a pronunciar una sola palabra de alguna oración que termine en una verdad confesa. No nos gusta ser las antagonistas porque nos enseñaron a despreciar a la gente por sus errores y no a comprenderlas por sus motivos; pensamos que si alguien lastima inevitablemente es una mierda y que si alguien escapa siempre es un criminal, pero, ¿Y si no fuera así? Claro, hay de crímenes a crímenes y de heridas a heridas, pero yo hablo de la cruda, extraña, retorcida, inesperada y mágica experiencia humana, esa en donde no puedes evitar envolverte en el calor de un amor imposible o, en la tristeza de una amistad perdida. Yo hablo de lo que nos hace, después de todo, despertar a la vida.
Si yo pudiera hablar con la pequeña que era a los 7 años le diría que somos buenas y que aún así lastimamos a gente a lo largo del camino, que no necesitamos un cuchillo para causarle heridas a las personas. Le contaría de las miles de maneras que existen y que hemos empleado para decepcionar a la gente, pero sobre todo, a nosotras mismas. Sería importante mencionarle que los cuentos de amor son fantasía y que en la realidad no hay blanco o negro, se puede querer mucho sin volver a ver a las personas, algunas mueren para nosotras aún estando en vida y que el antónimo de amar realmente no es odiar, sino la frialdad con la que algunas personas parten de nuestra vida sin dejar rastro. Le diría que aún aquí, teniendo la cantidad considerable de años acumulada para ser llamada «mujer», yo sigo pensando en jugar, tal vez por eso es que no siempre he sabido tomar las mejores decisiones ni he sido la mejor expresándome. Le advertiría que las puñaladas se dan por la espalda y que aunque tengamos un día por delante, todo puede cambiar en un lapso de 15 segundos y que decir lo que sientes a tiempo puede cambiar el rumbo de absolutamente todo.
Crecer no es precisamente volverse más fuerte, es más, la idea de lo que es fortaleza se transforma; con el tiempo aprendes que no existe fuerza sin aquello que te obliga a verte al espejo entre llanto y dolor; crecer no es solo asumir las responsabilidades que el mundo nos acuñe al cumplir 21, sino darse cuenta que nada es para tanto y nadie es para siempre; vas por la vida descubriendo que no hay nada más importante que los momentos en donde las risas, el tacto, las miradas, aún suceden en tiempo real y no tienes que recurrir a la galería fotográfica o algún álbum arrumbado en cajas en el armario para recordar aquella navidad en la que pediste dinero, pero la mayor ganancia fue tener a tu familia completa festejando alrededor de la chimenea.
Crecer a veces es sentirte diminuta porque, llegamos al mundo con un guion, órdenes y reglas, pero al estirar los pies y los brazos, tocamos las superficies de lo que realmente es vivir: Una experiencia fugaz, casi indetectable para las estrellas y a la vez desgarradora, alentadora, un suspiro, un grito por ayuda, una tormenta, una estadía en el silencio y un baile con el ruido; se siente como el fin cuando te preguntas por las razones que nos trajeron aquí a ser y actuar de cierta forma; te sientes como polvo del polvo al saber que tal vez todo lo que toques deje de existir y todo lo que pienses expire junto con tus huesos.
He comenzado a sentir que, entre más avanzo en la vida, menos idea tengo de todo; entre más hojas arranco del calendario, más perdida me siento; a veces me ha pasado que entre más leo sobre algún tema, siento que ignoro más al respecto; he llegado al acuerdo conmigo misma que no debo dominarlo todo ni pretender que puedo con todo, realmente soy diminuta y no siento ganas de llorar al admitirlo. Soy una niña pequeña todavía, encerrada en el cuerpo de una mujer que es deseado o despreciado; usado o venerado; desechado o cremado; soy un alma libre cuyas alas se han atorado en un sistema que no le gusta que nadie vuele lo suficientemente alto como para conocer las mentiras que nos enseñan para obedecer sociedades y no a la intuición.
Soy diminuta, realmente lo soy, pero lo que la gente no sabe es que, las hormigas construyen ciudades debajo de sus pies; sin las abejas todos morimos; las semillas dan árboles; una planta puede causar la guerra; el aleteo de las mariposas hace que el equilibrio del mundo se mantenga; yo soy diminuta como un rastro de dinamita, nadie me nota, nadie me ve, nadie sabe en donde estoy hasta que todo explota; tengo fuego en las manos, el universo postrado en las neuronas y restos de la última supernova corriendo por mi sangre, la cual cada mes me recuerda que sin mí no hay vida y sin vida no hay más historia.