Nos conformamos con lo que hay por el temor de no encontrar a alguien que nos haga rendirnos ante la idea de entregarnos de nuevo.

Nos aferramos a los malos tratos, a las ausencias largas, a las huidas, y silencios incómodos, esperando que eventualmente, como por arte de magia, las cosas cambien.

Nos sentamos y, aunque enfrente de nosotros tenemos a quien solía ser nuestro paraíso, tiene un tiempo que dejó de llover, ahora no florece nada, la piel se pone tiesa, y la sequía llega hasta la raíz del corazón.

Queremos rescatar la última flor, el último rastro de un amor, que, se marchitó. Anhelamos poder volver al pasado y hacer todo distinto, pero el «hubiera», es tan absurdo como las excusas que ponemos para seguir en un lugar que nos ahoga en la melancolía de cómo solían ser las cosas antes de desvanecerse.

Olvidamos que éramos alguien antes de invertirlo todo en un hogar que se convirtió en nuestro infierno. Nos damos por sentados, pensando que después de esto, no hay más. Pero si mal no recuerdo, un amor roto no impide que la Luna salga de noche, ni que los pájaros canten por las mañanas.

Quien sabe, quizá deberíamos romper este contrato con la idea de que un «para siempre» existe, y tal vez sí exista, pero no aquí, no contigo. Me duele admitir que tus ojos no me verán más con el mismo entusiasmo que en el pasado, que con las promesas hechas, y las palabras dulces dichas, podría escribir un libro completo, pero jamás reescribir nuestro destino.

Debo deshacerme del «Érase una vez» como inicio de cualquier conversación, tan solo para poder volver a mencionar tu nombre. Lo acepto, cambiamos, y quienes somos hoy, no se llevan tan bien como quienes éramos en aquel entonces. Amé a quien eras en esos días de mariposas, rosas, y solución a todo mal; ahora no creo amar más tu versión distante, fría, escalofriante. No te reconozco más.

Hoy, lo reconozco, no me amas más, y como siempre dicen, si no va a ser mutuo, que mejor no sea nada.

Texto de Arte Jiménez

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Fotografía de Casper Nichols en Unsplash