La última vez que me enamoré juré que sería la última vez, – pero no –

La primera vez que me rompieron el corazón tenía apenas 14 años y Green Day sonaba en el fondo de aquella escena en la que descubrí que realmente era una niña ignorante del acertijo más complejo en el mundo: el amor. Destapé la verdad detrás de las citas románticas, sujetar la mano de alguien, el primer beso, y la primera escapada en la oscuridad… Al ver lo que había encontrado supe que lejos de ser dulce, el amor cambiaba su sabor de acuerdo a la persona, la temporada, cada historia.

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“El amor es como un perfume, algún día se acabará, pero luego encontrarás uno que te gustará más”, leí en una agenda que hojeaba mientras mi mamá hacía el super. Pero era la primera vez que sentía un hueco en el pecho y yo realmente pensaba que eso no tendría remedio, me consumió el creer que extrañaría a mi primer novio toda la vida (Sí, se pueden reír). Bastó asomar mi nariz por la ventana para que otros niños quisieran besarme la mejilla, la boca, el cuerpo. Crecí y aunque admito que volvió a doler, cada vez fue con menos intensidad, como que podía ver venir el final y dejó de asombrarme.

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Hasta que volví a querer mucho, y de nuevo, el vacío era más grande que mi visión ante el amplio horizonte. “No voy a volver a querer a nadie igual”, exclamé entre sollozos mientras sonaba una deprimente canción pop de fondo (ojalá hubiera sido Green Day). Y por semanas pensaba en él, en lo mucho que había dado, en lo poco que me había dejado, en lo estúpido que sonaba decir que lo extrañaba porque al final, quien decidió dejarme, había sido él. Incluso con toda la experiencia anteriormente mencionada, volví a creerlo: yo no volvería a sentir mi corazón bailar debajo de mi pecho, que las mariposas se habían extinguido por completo, y que mi cerebro había dejado de tener capacidad de escribir mejores versos que aquellos que le dediqué a él.

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Pero recordé… El perfume. La botella estaba vacía, toda mi ropa olía a él, mi memoria igual; así que abrí las ventanas, metí a lavar mi ropa, limpié los rincones religiosamente para impedir atesorar cualquier recuerdo suyo. Me deshice de las fotografías, los vídeos, y de pronto comenzaba a escuchar música nueva mientras reacomodaba mi guardarropa. Comencé a bailar por la habitación, dando vueltas llegué al estacionamiento y alguien que no esperaba para nada, me abrió la puerta del automóvil. Los vidrios abajo, el aire despeinándome, y un olor se impregnaba a mi ropa, me gustó más: más dulce, olía como a verano, como a un nuevo comienzo.

Desprevenida estaba, con la firme convicción de que la última vez que me había enamorado había sido la última, pero no… Me besó y todo lo que era pasado había dejado de existir ahí mismo.

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Acostumbrada a los fracasos amorosos, tomé una bocanada de aire para poder terminar de creer lo que sucedía, y es que, las mariposas volvían a brotar de mi piel, las flores volvieron a crecer en mi jardín trasero, y aunque dos tormentas tropicales tocaron tierra ese fin de semana, me sentí cálida entre un par de brazos que no había visitado antes. Y sin estarlo buscando, me atrapó.

Me hace sentir mejor, me hace mejor, me hace desear ser mejor. Veo el horizonte claro. Así es como compruebo que nunca podemos permitir que los males del pasado dicten nuestro futuro y limitarnos a lo negativo sin permitirnos a nosotros mismos volver a sentir que la piel se eriza, que los sentidos se agudizan, y que las posibilidades nuevas son dignas de celebrarse. Yo celebro que, aunque tropecé cientos de veces y me castigué diciéndome que el amor era una pérdida de tiempo, aquí estoy: sonriendo detrás del monitor porque, aunque no tengo firmado un contrato que me genere estabilidad emocional y una relación duradera, por hoy tengo la certeza de que, al tocarme con sus manos, mi mundo se revolucionará.

Texto por Arte Jiménez

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