Mi cuerpo ha cambiado, nada lo hace más evidente que las miradas de las personas que tratan de disimular que están observando mi pantalón o mi blusa ajustados. Recuerdo bien que cuando era delgada sus miradas eran distintas, sentía su admiración, recibía halagos, los hombres querían salir conmigo, las mujeres querían saber cómo había logrado bajar de peso. No era lo mismo. Nada es igual. Mi cuerpo no es el mismo porque yo tampoco lo soy, y lograr entenderlo puede representar un reto para algunas personas, incluso para mí.
Mi cuerpo ahora es exactamente el reflejo de lo que he vivido en el último año: Altas y bajas emocionales, la desconexión de mi cerebro con mi cuerpo, la depresión, la ansiedad, la adaptación, el haber tenido que perderme el inicio de una de las mejores etapas de mi vida porque el optimismo no alcanzaba; había que enfrentarse a unas cuantas realidades, las cuales, por vivir en estado de supervivencia, pude ocultar debajo del sillón o de un tapete, logrando acumular una pila de polvo inservible que ensuciaba toda la estancia, todo mi interior.
Dejé de subir fotos porque comencé a verme a través de la mirada ajena, esa que no deja la crítica a un lado, no tiene empatía, ni cuidado; comencé a ver el reflejo del espejo con asco; comencé a decirme que era un fracaso porque había pasado de correr 8 km a no poder levantarme de la cama; volví a contemplar la posibilidad de dejar de comer, de castigarme con palabras y tomar 2 litros de agua para callar lo que mi cuerpo pedía; el alcohol se volvió un refugio porque al menos, él no me juzgaba, no decía nada, y yo podía acoplar el dolor que me provocaba odiarme por milésima vez en mi vida.
Las reuniones volvieron a causarme ansiedad al pensar en lo que podrían comentar de mí, de mi cuerpo, y en medio de ellas volvía a desear ser anoréxica. Comencé a usar ropa holgada en un esfuerzo de disimular mi cuerpo cambiante. Mi mamá me dijo el otro día «No permitas que esos comentarios te hagan sentir mal», pero si la gente pudiera vivir en mi cabeza un día, descubrirían que aquello que piensan de mí no podría terminar de destruirme porque yo me he recitado todas las palabras de desprecio, odio, y vergüenza matándome una, y otra vez. También descubrirían que la razón por la cual había días en donde sentía un gran agotamiento era porque todo el día lo había pasado luchando conmigo misma, por no recaer, por comer, por elegirme, por volver al camino que según yo, ya había trazado.
¿Qué hace una mujer de casi 29 deseando el cuerpo de una niña de 15 años?, ¿Qué hace una mujer que escribe sobre respeto propio, faltándose al respeto a tal grado de pensar que no merece ser deseada por subir de peso?, ¿Qué hace una mujer como yo pensando que estaba mejor cuando me restringía, me prohibía, me castigaba? La respuesta controversial es: Estoy sanando.
He logrado entender que la anorexia nunca me abandonará, habrá más días en donde decida hablarme, va a querer acercarse, va a querer regresar, y este peso que algunas personas consideran «extra», es mi forma de decirle que no. No quiero volver a odiar la comida; no quiero volver a escupirla en una servilleta y arrojarla a la basura; no quiero perder más cabello; no quiero ver con superioridad moral a quienes llevan un estilo de vida diferente al mío; no quiero continuar hablándome en tiempo pasado repitiendo «Cuando estaba delgada…», como si el presente no fuera increíble. He logrado entender que la forma de mi cuerpo no va a cambiar nunca, jamás tendré un cuerpo reloj de arena, ¿y por qué debería pasar mi vida queriendo ser otra?
La gente verá mi cuerpo y no sabrá que he vuelto a levantarme, que he vuelto a hacer caminatas por las mañanas y las tardes, que hacer pilates ahora me gusta, que disfruto bailar con música a todo volumen, pero sobre todo, que he podido trabajar concentrada después de no poder hacerlo por meses, he conseguido terminar libros pendientes y empezar otros; he vuelto a dedicar tiempo a escribir, a llevar un diario; he comenzado a hacerle caso a Raquel Lobatón y he comenzado a ignorar a quienes desconocen el infierno que es ser tu propia enemiga. La gente hablará sobre mi cara regordeta, pero solo yo sé lo que fue declararme la guerra, perderme de días de felicidad por mi obsesión con la comida, estar planeando todo el tiempo como compensar cada movimiento, cada decisión.
Mi cuerpo ya no es lo que era antes, y sin duda, yo tampoco. El polvo que permanecía intacto en la estancia, no está más… Tengo claridad, sé que no quiero recaer, sé que estoy cansada de ir y venir a lo largo de mi vida, y nunca lograr habitar en paz mi cuerpo, excepto ésta última ocasión en la que sé que la obsesión no es una forma de amor propio, que la comida también se disfruta, que el peso no define la salud de nadie, que las palabras hieren, que amarse es revolucionario cuando todo mundo dice que debes cambiar algo de ti constantemente. Elijo la necedad, esa que me hace no caer de rodillas y arrastrarme de vuelta a lo que me costó trabajo superar. Dejaré esto aquí como recordatorio: Merezco respeto, amor, ser valorada, ser apreciada, no por la forma en la que luzco, sino por lo que soy debajo de este órgano gigante, y quien no lo sepa ver, ¡su nombre se va a la hoguera!