Hace poco me pregunté por la primera vez en la que me acomplejó mi cuerpo, aquella primera ocasión en la que las faltas de respeto hacia mi cuerpo comenzaron de manera sutil, pero evidentes. Tenía 12 años. Recuerdo que un día acompañé a mi mamá a una cita para hacerse unos estudios, y de repente, una enfermera que estaba ahí dijo: “A esta niña hay que ponerla a dieta, está muy cachetona”, y sí, siempre he sido cachetona, pero no necesariamente porque viva de estarme comiendo bombones, sino porque así nací, es mi complexión, es la forma de mi cara. Debo confesar que aquel comentario me dislocó un poco porque nunca nadie externo a mi círculo cercano había opinado sobre mi cuerpo. Algo que como gente adulta muchas veces no se mide, es el impacto que tienen nuestras palabras en las vidas de jóvenes, niñas, y niños. Para mí fue algo clave porque, fue la primera vez que llegué a verme, sí, con desaprobación.
Antes de aquel día nunca había puesto el ojo en mi cuerpo, ni en su forma, jamás había pasado por mi mente la comparación con otras niñas, porque dentro de mi cabeza los cuerpos eran tan diversos como cuando volteas a ver las diferentes caras que te rodean mientras caminas por la calle. Anteriormente he hablado de mi batalla contra la anorexia, la cual llegó no mucho tiempo después de aquel comentario; llegó en medio de una etapa en la que sentía total desconexión de mi cuerpo, sentía que no podía conectar los puntos A y B, que mi mente era un ente completamente ajeno a mi cuerpo. Sabía que dejar de comer no era la opción, que obsesionarme con hacer ejercicio (que además no disfrutaba) estaba mal, que querer parecerme a estrellas de cine no era la respuesta, pero ahí estaba. Definitivamente me hubiera gustado ver cuerpos como el mío, ese intermedio que es imperfecto según los estándares estéticos; ese cuerpo que no tiene las proporciones del de Emily Ratajkowski, sino más bien de cuadrado. No tienes suficiente culo, ni tetas, ni el vientre plano, y su distribución tiene mil variantes.
No puedo ignorar la responsabilidad que tienen los medios de comunicación sobre estos problemas, pero también, los principios de los cuales parte nuestra relación con la comida. Realmente nunca había pensado en la gran ayuda que hubiera sido tener clases, o cursos de nutrición, amor propio, canalización de emociones, salud mental, en vez de llevar un programa de educación cuya base son los mejores promedios. Nos enseñan muy poco de lo que somos, para poder crear un camino con propósito. A la larga creo que poder establecer un diálogo interno con nosotras para lograr vivir una vida en balance es muchísimo más importante que sacar un 10, y de todas formas, ¿de qué sirve tener el mejor promedio si en nuestra vida adulta no somos capaces de poder resolver nuestras peores crisis e inseguridades? Es desconcertante que nos enseñen a competir, a ser personas que se sepan de una, las tablas de multiplicar, pero que nadie se preocupe por crear seres con conciencia sobre sus propia existencia y vivencias.
Con la alimentación pasa de una forma similar. No existe una orientación, existen profesionales de la nutrición que pueden darnos herramientas, ¿pero qué nos orilla a ello? Claro, sé que México ocupa el primer lugar en obesidad infantil, ¿y qué podría evitarlo? Exacto, educación alrededor de la comida. No se trata de volverla nuestra enemiga, sino nuestra aliada, al final, ¿qué somos sin ella? Es una fuente de energía necesaria, y eso es algo que olvidamos porque en realidad, el acercamiento a las dietas en la mayoría de los casos, se trata de un tema de estética. Pienso que, si desde una edad temprana nos enseñaran a apreciar la cocina, otro gallo cantaría; esto a su vez está estrictamente relacionado con la manera en la que concebimos la belleza. Cuando tenía 21 años perdí muchísimo peso, tenía una dieta restrictiva porque corría, y aunque, para mí fue demostrarme que podía ser disciplinada, también había perdido ese gusto por la comida. Sin darme cuenta comencé a generar rechazo a cosas que antes disfrutaba, como la cerveza o el vino, por ejemplo.
Después de 2 años, casi 3, de estar entre la restricción y volver a relajarme, opté por relajarme, y creo que ese proceso de transición es uno de los más difíciles porque, te toca desaprender muchas cosas. Una de ellas, y quizá de las más importantes es que, los buenos hábitos también incluyen el hacer cosas que te hagan feliz, ¿y saben qué me hace muy feliz? La comida. De hecho, llevo dos años (casi) con mi pareja, y puedo asegurar que uno de los pilares que ha sostenido nuestra relación ha sido, eso, comer, porque a través de ella conectamos, y considero que a muchas personas les pasa dentro de sus culturas, que la comida hace que familias enteras se reúnan, la pasen bien, recuperen vínculos, ¿no es por eso que la cocina es considerada el corazón de una casa? La cocina es un espacio de experimento, de aprendizaje, de apertura, de diversión, pero lastimosamente la cultura de las dietas lo volvió un espacio de lucha interna, en donde se disputa una mordida más, o tener un cuerpo como las modelos de Instagram.
¿No es algo universal? Las mujeres consideradas de las más hermosas del mundo muchas veces han hablado de la presión que medios como el artístico, ejercen para bajar de peso y cumplir con normas. Un ejemplo es la famosa modelo Cara Delevigne, quien en su momento expresó desconformidad con las dietas que eran seguidas en la marca de Victoria´s Secret; una marca de ropa interior que es cero incluyente, que se vio orillada a serlo por la presión social, y no por su convicción firme en la diversidad corporal. No creen que una mujer en silla de ruedas deba se representada, ni una latina, ni una gorda, ni una de cuerpo promedio, su imagen se basa únicamente en lo que su CEO consideraba que vendía, porque sí, durante la década de los 2000, la delgadez extrema estaba “in”, y quienes teníamos cachetes de ardilla, estábamos “out”. Es un mensaje peligroso, pero yo crecí con la euforia de comprar un gloss de dicha marca, y a la vez, me compré la estúpida creencia de que, lo bonito, no era yo, eran mujeres inalcanzables que tenían estatus y aprobación, eran mujeres que merecían ser reconocidas y visibilizadas. ¿Yo? Nunca.
Renuncié al mundo de las dietas por muchos motivos, pero los principales están claros: La vida es muy corta como para no comer y tomar lo que te gusta; la comida es una fuente de energía y por ende, de vida; prohibirte a ti misma de gozar es un daño irreversible. Cada plato no aprovechado, es un desperdicio y esa es toda la verdad. Necesitamos dejar de satanizar, y más equilibrar. Yo por ejemplo, como lo que me gusta, aprendí a hacerlo en porciones correctas, entendí que quería seguir dietas no porque mi salud lo requiriera así, sino porque quería verme como otras mujeres, de otros lados, de realidades alternas, que al mismo tiempo que yo, padecían de la misma presión por pertenecer. Salud no es eso, la salud comienza desde quienes somos, de cómo nos tratamos, del tono en el que nos hablamos, y de definir, con nuestros propios términos esa apreciación. Si nos queremos a partir de la libertad, sin estar sujetas a lo que las revistas trendy y mierda opinen, podemos descubrir una cara de nosotras que pocas veces reconocemos en el espejo: esa que no cree en imposiciones, sino que, se define a ella misma.
Lo decidí, limitarme es una forma de destruirme e impedirme vivir. Contabilizar calorías no es normal. Matarte haciendo ejercicio porque te obsesiona una idea de lo que se ve bien, no es normal. Lo normal sería realizar todo cambio desde el amor, no desde lo que personas externas sigan creyendo que se ve bien en una portada. Lo normal es venir a esta vida a sacarle provecho, lo que podamos, y una de las maneras en las que podemos hacerlo es soltando la culpa; la culpa no ayuda ni en la cama, ni en los negocios, ni con la comida, no sirve de nada e impide mucho. ¿Mi consejo? Pregúntate que es lo que quieres con esa dieta, ¿tiene un propósito? ¿O solo se trata de inseguridades que surgen desde el punto de vista en donde tu cuerpo no es “bonito” solo porque no tienes un abdomen plano? ¿Realmente es tan malo tener una lonjita?
Renunciar a la cultura de las dietas, en resumen, es renunciar a creer que mi cuerpo tiene que moldearse, que la comida es mala, que ser delgada es la única forma de ser bella. Los cuerpos disidentes existen, y se resisten a la idea de que la salud puede ser asumida por la apariencia externa. Somos más que nuestro caparazón, somos lo que vive debajo de él, lo que crece debajo de él, lo que no se destruye debajo de él, incluso cuando el mundo le grita que está mal amarse tal y cómo es.
Texto de Arte Jiménez
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